jueves, 24 de noviembre de 2011

¡AY, UN CASTAÑO!

Un bosque de castaños en Galicia.

Nosotros en casa solemos comer lo que ‘natura nos da’, es decir, que cuando hay manzanas nos pasamos semanas comiendo manzanas y cuando se acaban los tomates nos limitamos a suspirar por la cosecha del año siguiente. Ahora que estamos en otoño, como no cultivamos calabazas, no podemos hacer cabello de ángel (cosa que no me quita el sueño, la verdad), y como no tenemos castaño…. ¡ay, un castaño!

Lo cierto es que la meseta no es el mejor hábitat para este árbol de gran porte, noble madera y rico fruto. Hay que irse al Bierzo, a tierras gallegas y a bosques atlánticos, para disfrutar de las castañas. Y ahora es la época. Imanol Arias y Juan Echanove estuvieron acertados y, precisamente, emitieron la semana pasada el programa de Un país para comérselo dedicado a Orense. Y, por supuesto, hablaron de las castañas. El experto entrevistado, Armando Delgado López, está en contra de varearlas en el árbol. Hace falta paciencia, esperar a que caigan al suelo y comprobar que el fruto, dentro “de su oricio”, esté curado. “Ni verde, ni blanco”. No habla por hablar: tiene 81 años; de ellos, muchas décadas de experiencia recogiendo el manjar que le regalan los bosques cercanos a su casa. Son sólo tres semanas de recolección, que luego se disfrutan en solitario o en compañía, en los amagüestos, magostos, magosta, con nombres cambiantes según la región donde nos encontremos: Asturias, El Bierzo y Galicia o Cantabria.

A mí me encantaba comprárselas al castañero, al que se colocaba en la plaza de Santo Domingo con su máquina de tren de color negro. Bueno, de aquella era tan pequeña e insolvente que me las compraban mis padres. Ahora parece que los castañeros están en vías de extinción. O quizá soy yo, que ya no me fijo. Uno de los últimos que ví fue en Roma, en la esquina de la plaza de España con la Vía Condotti. Y las compramos, claro que las compramos. Lo curioso del caso, es que no era otoño, ¡era pleno agosto! También es chocante que se pusiera en la calle de la moda más ‘chic’ y las tiendas más caras, retando a los viandantes con su tentación calórica. Supongo que pensará que, como la mayoría no podemos permitirnos comprar en Gucci y Christian Dior, al menos ahogaremos nuestras penas en castañas.

De las calorías, olvidarse, porque apenas tienen. Son una bomba, pero saludable. Contienen vitaminas B3 y E, ácido fólico y antioxidante, fósforo, magnesio, calcio, potasio y hierro (vamos, si te descuidas, media tabla periódica de los elementos). Tienen propiedades anti-estrés, contra la depresión, son buenas para las madres durante el embarazo y la lactancia, favorecen el tránsito intestinal, previenen problemas cardiovasculares y son anticancerígenas. También son un buen antiinflamatorio, evitan la anemia, las varices y problemas prostáticos. Y son un buen reconstituyente y un alimento excelente para la memoria. Vamos, para qué atiborrarse de danacol y actimel  teniendo castañas (Después de esta publicidad, deberían contratarme en el Ministerio de Agricultura).

          Fuera de bromas, al ser una importante fuente de carbohidratos, fue utilizada para elaborar harinas por algunos pueblos europeos que tenían dificultad de acceso al cereal, y hoy se sigue empleando con este fin en algunos lugares. También, hasta la llegada de la patata, se utilizaba como base de muchos platos. Luego, la llegada desde América del tubérculo la desplazó. Sin embargo, en algunos lugares, como en Asturias, la siguen utilizando para el pote de castañas, el cual recomiendo encarecidamente. Hoy ha quedado más restringida a la repostería (el ‘marrón glacé’) y para rematar una comida en otoño o como compañía para animar una conversación. Y gusta, y mucho, porque oí el otro día a una productora de castañas gallega que les quitan el producto de las manos: “si se produjeran más castañas, más se comercializarían y se comerían”. No sé ustedes; yo me lo creo.

sábado, 19 de noviembre de 2011

DEPREDADOR

La gata Pincho lleva un pájaro entre sus fauces.


Seguro que alguna vez les ha picado una sarta de mosquitos y han maldecido su existencia. Una vez oí a un doctor decir que, a la hora de elegir, optan por ensañarse con las personas con la sangre más caliente. Debe de ser mi caso porque, en verano, me masacran. Y entonces sí que me hierve la sangre, la piel y la lengua dedicándoles los peores insultos. Este mismo año, después de sufrir un ataque en toda regla, llegué a desear la total extinción de la especie. Pero, luego, reflexioné: “Creo que no va a ser una buena idea: si murieran todos, quizá supondría una hecatombe terrestre, un desequilibrio medioambiental de consecuencias incalculables". Porque, pensé, “si no puede haber mundo sin abejas (esas sí me caen bien, quizá porque aprecio la miel, me parece milagroso su trabajo y nunca me han picado) –deduje- ¿podrá existir un mundo sin mosquitos y otros insectos? ¿Qué comerían algunas aves? Y si no hay aves, ¿qué comerían algunos animales, entre ellos, los gatos?”

Porque nuestra gata la goza persiguiendo ratones y pájaros. Cuando huele que hay uno a la vista, se acerca a su presa con su andar de Billie Jean y la acecha con un curioso ritual. No caza al pájaro, se lo come y asunto resuelto, sino que inicia un tira y afloja con él, lo mata poco a poco, disfruta de su agonía. Suena cruel, la verdad, y es desagradable. El mismo lindo gatito que juega contigo con sumo cuidado, dándote con la pata pero sin sacar las uñas para no herirte, se convierte en un depredador desalmado. A su escala, pero depredador.


Supongo que será parte del equilibrio natural, de la lucha por la vida. Y en uno de sus vértices está el hombre y, más en concreto, el hombre de campo. Cuando llegué a la zona rural, me chocaban ciertas costumbres, como la de matar pájaros. Los mismos pájaros con los que has convivido en la ciudad, a los que prácticamente no prestabas atención porque ni te iban ni te venían. Pero cuando profundicé, comprendí los porqués de esa reacción nada caprichosa: esos pájaros, y también los ratones, se comen el trigo, la fruta, las verduras. Y a veces al agricultor, aunque probablemente no sea plato de gusto para él, no le queda más remedio que aniquilar unos cuantos para espantar al resto, cuidar su cosecha y garantizar su propia subsistencia.

Como al zorro hambriento no le queda otra que comerse las gallinas y al lobo, que zamparse las ovejas. He necesitado muchas décadas para asimilar que el lobo, tan bello, puede hacer mucho daño al hombre. Al principio, no me convencían los cuentos de Caperucita y las cabritillas. Para mí era un animal simpático, como el del turrón, y precioso. No comprendía cómo los pastores de la montaña leonesa metían en un saco y abandonaban a su suerte a unos lobeznos en aquel episodio tan laureado del 'El hombre y la tierra', el programa de televisión de Félix Rodríguez de la Fuente. Y a mí, pese que ahora lo comprendo, aquella imagen no se me quita de la cabeza.

           ¿Es el mosquito despiadado? ¿Y el pájaro que se los come? ¿Y el gato que lo persigue como a Piolín? ¿Y el zorro? ¿Y el lobo? ¿Y el campesino que mata pájaros? No voy a responder. Supongo que es parte de la rueda de la vida, de la cadena alimenticia, una depredación justificada cuando está en juego la supervivencia del animal, cuando se defiende, tiene hambre, necesidades. No es matar por matar, sin sentido, algo en lo que muchos hombres son expertos y no están para dar lecciones al resto de animales. Quizá lo que cuento no sea políticamente correcto o, mejor dicho, ecológicamente correcto. Pero no hay que olvidar que sin ese juego de la depredación, sin ese mosquito que tiene que chuparte la sangre para que luego se lo coma el pájaro, probablemente no habría equilibrio medioambiental. Porque, estoy convencida, en este mundo todo ser es importante y tiene su sentido: del mosquito al hombre.

viernes, 11 de noviembre de 2011

LA DOMESTICACIÓN DEL TRIGO

Un agricultor siembra trigo.

Pocas cosas son más simples y a la vez tan ricas. Pocas cosas son más básicas, indispensables, en nuestra mesa. Pocas cosas huelen mejor. Se pueden decir tantas cosas del pan, que no voy a ponerme a hacer un panegírico de este alimento tan antiguo, casi como la humanidad. O, al menos, la humanidad desde el Neolítico, cuando empezó a cultivarse el trigo.

Hasta entonces, los homínidos vivían estupendamente cazando animales mastodónticos y recogiendo frutos silvestres. Pero la superficie terrestre fue ‘al merme’ por las glaciaciones. Con ello, se redujo el fértil ‘jardín del Edén’ y la caza y los frutos disponibles, y aumentó la competencia para conseguirlos. Así que no quedó más remedio que ponerse a trabajar y ganarse “el pan con el sudor de tu frente”, como queda recogido en la Biblia, libro sagrado, pero también un compendio agrícola. “El Antiguo Testamento se puede leer como si fuera una edición amplísima de The Farmer’s Weekly (El semanario del granjero)”, nos recuerda Colin Tudge en su libro Neandertales, bandidos y granjeros (2000, Colección Darwinismo Hoy, de la Editorial Crítica).

Cosecha del cereal en el Neolítico.
El autor nos recuerda que los individuos no se lanzaron a laborear la tierra por gusto, sino que se vieron forzados a ello “cuando les quitaron su paraíso”, no sé si por culpa de Eva o de Adán –eso lo digo yo, no Tudge- o, efectivamente, de los cambios climáticos y geográficos. “La agricultura del laboreo es una actividad estacional, pero en la estación en que se ha de realizar es un infierno: y el tratamiento del grano después de la cosecha, en la trilla y la molienda, es al menos tan duro como el trabajo anterior”, continúa. A estas alturas ya debéis estar cansados, de tanta lamentación y de imaginaros en tal tesitura hace 10.000 años: al sol, cortando el cereal a hoz (no había ni guadañas) y sin la ayuda de bueyes.

         Afortunadamente las cosas han ido mejorando. Ya de aquella consiguieron ‘domesticar’ la cebada y el trigo, que hasta el Neolítico crecían en estado silvestre, si bien es verdad que eran fáciles de recolectar y también de cultivar. Además, el trigo sufrió un cambio genético que lo transformó de estado silvestre a doméstico. En el trigo silvestre, el grano maduro está muy poco sujeto al tallo. Cuando los vientos lo sacuden, cae el grano y se dispersa. Primer obstáculo porque se perdía fruto. El segundo, que para no perder semilla con el trigo silvestre, tenían que ir quitándola una por una, cuando es más fácil y cómodo cortar los tallos en masa y de ellos extraer la semilla mediante la trilla u otro proceso, como podían hacer con el doméstico. Primer avance, que describe Tudge mucho mejor que yo, por lo que les recomiendo estas 89 páginas reveladoras. Para mí, al menos, lo han sido.

La máquina para limpiar trigo.
Hoy las cosas son más fáciles, con complejos enriquecedores, semillas mejoradas y potente maquinaria. Si bien es verdad que, por estos lares castellanos y leoneses hasta hace medio siglo, año arriba año abajo, seguían siendo los bueyes la fuerza motriz de las tareas agrícolas. Y hasta hace poco se utilizaba el curioso ingenio de la foto. Tradicionalmente, primero se trillaba el cereal, ayudándose de un trillo tirado por bueyes, y, después, se aprovechaban las corrientes de aire para separar la paja del grano. Luego en algunos lugares se incorporaron estas máquinas para limpiar el trigo, que evitaban la dependencia de los agentes atmosféricos: ya no había que esperar a que el viento soplase en la era. Hoy se siguen utilizando por algunos agricultores para limpiar el trigo. El mismo mecanismo que en su día separaba el grano de la paja, hoy separa el grano entero del que se parte o no está en buenas condiciones.

         Porque muchos agricultores dedican parte del terreno a producir semilla: plantan R-1 y obtienen R-2, que utilizarán en la siguiente campaña. De momento, esta campaña ya ha comenzado con optimismo, porque el cereal sigue manteniendo un buen precio (de 34 a 40 pesetas el kilo, según la variedad y según la época, ya que las lonjas marcan los precios semanalmente), aunque con poca agua, lo que entorpeció la sementera en octubre. Las polvaredas provocadas por un tempero seco hicieron poco agradable esta labor, si bien no quedaba otro remedio ante la probabilidad de que cayeran lluvias.

Espigas y pan.
 
         Normalmente, tras laborear el terreno, toca abonarlo con un abono complejo tradicional (8-15-15 o 8-24-16), aunque se están imponiendo los abonos microgranulados, que tienen la ventaja de que ahorran una labor al echarse a la vez que la semilla. Precisamente, la siembra es la siguiente tarea. La cuarta, echar herbicidas, menos en el caso de la agricultura ecológica. Conviene hacerlo lo antes posible para evitar las malas hierbas, ya que, ya lo dice el refrán, una vez que nacen es más difícil acabar con ellas. Y tocará esperar hasta febrero, más o menos, cuando hay que echar el nitrato, un producto que da más vigor a la planta. Si, además, sufre problemas de hongos e insectos, habrá que darle con fungicidas e insecticidas. En regadío, el trigo se puede regar como apoyo: sería una o dos veces en la primavera, abril o mayo.

        Ya en julio o agosto, llega la cosecha y con ella concluye uno de los ciclos agrícolas más largos: el del trigo. Afortunadamente es un cereal con buena conservación, que no pierde en el almacenaje, lo que procura a los animales comida para todo el año y a nosotros tener ese pan crujiente, calentito y oloroso, nacido tras una gestación de nueve meses, semana arriba, semana abajo. Todo un parto, como diría Tudge, con dolor.

viernes, 4 de noviembre de 2011

RURAL PERO MODERNO


Si nos fiáramos de la televisión, la imagen que tendríamos de un granjero sería muy poco atractiva: un hombre espartano, sin muchas o limitadas actividades de ocio, nada viajado, rudo y algo machista, aunque galante y en ocasiones romántico. Quizá este retrato robot podría corresponder a la realidad –y no siempre- de hace décadas. Pero hoy el hombre rural es otra cosa. Y en su aspecto externo, poco le diferencia del hombre urbano,  aunque a veces le delaten el bronceado permanente y las manos curtidas. 


La memoria es frágil, está claro. Tu familia lleva medio siglo en la ciudad y ya te sientes un urbanita de viejo cuño. Hasta entonces, tus padres vivían en el pueblo y comían de la agricultura y la ganadería. Y resulta que ahora apenas sabes lo que es un arado, no podrías distinguir un chopo de un roble ni tampoco ordeñar una vaca. Aunque exagerando, éste era hasta hace poco mi retrato y, probablemente, el de un alto porcentaje de los que en estos momentos me estáis leyendo. Hasta que llegó el éxodo rural y la población emigró en masa a las ciudades, un alto porcentaje de los españoles éramos hombres rurales. Sin embargo, ahora se han vuelto las tornas y vemos al hombre rural como algo lejano, ajeno y hasta exótico. Unos le miran con admiración, otros con curiosidad y también los hay que le miran por encima del hombro. 

Hago esta reflexión después de tragarme varios episodios de ‘Granjero busca esposa’, en un intento de hacer un análisis sociológico –a mi nivel de aficionada - y sacar algo en limpio. Pero he llegado a pocas conclusiones. La primera es que se subvierten los términos. Me explico: enciendes el televisor y te encuentras a seis hombres y a, por lo menos, sesenta mujeres. Pasado un episodio, esa proporción se reduce a un hombre por tres mujeres. Más se parece a lo que te encuentras en un bar de una ciudad, donde a ciertas edades tocamos a medio hombre por cabeza y, sólo con suerte, estará soltero. Nada que ver con el bar del pueblo, donde lo que sobran son hombres. Si bien es verdad que, en términos absolutos, en la zona rural de España hay prácticamente el mismo número de mujeres (49%) que de hombres (51%), en las franjas de edad entre los 15 y los 50 años los varones ganan por goleada. Precisamente, en la edad de ‘merecer’, casarse o arrejuntarse y formar una familia.


Hace varias décadas, las mujeres rurales tomaron las de Villadiego, se dieron el ‘piro’ y marcharon a la ciudad, huyendo de una sociedad bastante machista que las sobrecargaba de trabajo. Y lo hicieron en busca de mayores cotas de independencia y de un abanico más amplio de posibilidades académicas y laborales. Algunos hombres de su quinta siguieron el mismo camino, pero muchos se quedaron en el pueblo: el trabajo era menos duro que el de sus padres y las producciones mayores gracias a la mecanización agraria. El plan era bueno, pero se encontraron con un problema: no había chicas con las que alternar ni, mucho menos, que estuvieran dispuestas a compartir su (dura) vida (rural) y ayudarles en su tarea diaria.

          Así que, para solucionarlo, en algunos lugares del país se afanaron en organizar caravanas de mujeres. La idea surgió en 1985 entre los solteros de Plan, después de ver la emisión en Televisión Española de la película ‘Caravana de mujeres’ (1951), de William A. Wellman. No me extraña que las mujeres fueran en masa esperando encontrarse un hombre como Robert Taylor, un actor guapo y varonil como pocos. Yo me hubiera ido al desierto de Arizona o a Sierra Madre por él, Burt Lancaster o Gregory Peck. Pero no dí el paso: por lo que pude ver en las imágenes, los Robert Taylor de turno ya estaban pillados.

A mí me llegó el hombre rural en un medio urbano y de pura casualidad. Y, he de confesarlo, me resultó muy exótica y atrayente esa vida tan diferente a la mía. Nunca había prestado demasiada atención a la actividad de mis tíos, también del medio rural: los cultivos, el precio de la patata, la PAC, los jatos, etcétera… Pero, ya se sabe, te llega la tontería y encuentras interesantísimo que te hablen de las horas de riego o de cuánto mide una hectárea.

 Era un mundo ajeno y desconocido, la verdad. Pero no tanto (segunda conclusión) como para ir a recoger estiércol vestida con el modelito que me pondría para pasear por la calle Uría. Y les aseguro que alguna de las participantes de ‘Granjero busca esposa’ no apea el tacón ni para hacer la vendimia y va a la cuadra de punta en blanco. Así que yo creo que, en la mayoría de los casos, en el fondo no quieren conocer el mundo rural, ni mucho menos vivir en él. Unas buscan ganar la fama en un ‘reality’, sin importarles mucho si es ‘Granjero…’ o ‘Gran Hermano’. Otras, conocer un chico y entablar una relación, sin pararse a pensar en el cambio de vida que supondrá. Pero, aunque el programa refleje casi de soslayo cómo es la vida en el campo, al menos nos pasamos un buen rato viéndolo y escuchamos buena música. 
 

Medio urbano y medio rural parecen a primera vista mundos incompatibles, pese a que, según algunos estudios sociológicos (‘La población rural de España’, Fundación La Caixa), muchos de los actuales habitantes de los pueblos acuden cada día a la zona urbana a trabajar. El aire puro que respiran cuando llegan a casa y el cielo estrellado que contemplan les merece la pena, pese a la ‘kilometrada’ que tienen que pegarse a diario. También hay inmigrantes que encuentran allí una forma de vida. Y una población envejecida a la que, en muchos casos, parece que el reloj se le paró y que, desgraciadamente, “se enfrenta a dificultades de movilidad con recursos que suelen ser proveídos por redes familiares o informales”. Porque, dice el mismo informe, “No hay una única definición de lo rural en España”.

“La vida actual en un entorno rural no tiene nada que ver con la de unas pocas décadas atrás”. Sabias palabras, porque hay agricultores que manejan el ordenador con total soltura, esquían, andan en moto, van a clases de bailes de salón y viajan, pese a que algunos medios de comunicación a veces caigan en el error de plasmar un hombre rural retrógrado y machista. Y aunque se les distinga por las arrugas producidas por el trabajo a la intemperie, el bronceado ‘agroman’ y presenten una ‘fachada’ ruda, en el fondo son como todos. Y su calidad de vida, muchas veces, mejor que ninguna.