Puede que un hombre de campo esté en plena cosecha,
preocupado por la escasez de lluvias, haciendo cálculos ante la subida de los
costes y el descenso de los ingresos… No importa: cuando llega la fiesta de su
pueblo, todo se para. Y desempolvar su mejor traje y preparar la casa para
recibir la llegada de los invitados se convierte en todo un ritual. El verano
es la época en la que se concentra mayor número de fiestas en los pueblos de
España, especialmente en torno a la
Asunción de la Virgen. Y
por eso, y sin que sirva de precedente, en El Espantapájaros paramos de hablar
de frutos, cereales, remolacha y política agraria, para ponernos guapos e ir de
fiesta. Un día al año no hace daño.
Siempre me resultó curiosa la idea que tienen los hombres de
campo –al menos por estos lares- de que cuando es fiesta de guardar, es decir,
fiesta religiosa, hay que respetarla. Al menos, durante la mañana, a la hora de la
misa (se vaya o no), se guarda el tractor y los aperos. Antes, puede sacar el
rebaño y, después , rematar algún trabajo que corre prisa. Pero probablemente
mirarán mal a aquel que entre semana esté ‘folgando’ y el domingo por la mañana
se ponga a trabajar.
También me llama la atención que, cuando se acercan las
fechas de la fiesta, toque limpiar la casa de arriba abajo, con el fin de que
presente su mejor fachada para cuando vengan las visitas. No me llama la
atención que limpien, sino el hecho de que tenga que ser en esas fechas. Pero
tiene su porqué. Tradicionalmente, era en los días de la fiesta cuando muchos
familiares venían a pasar unas horas o unos días. Puede que ahora ya no venga
nadie, o que no pasen de la cocina, pero muchas gentes de la zona rural
conservan esta costumbre de hacer limpieza general. En una palabra, se pegan un
auténtico palizón, ya que a la labor de darle a la bayeta y el plumero, hay que
sumar que suele coincidir con los días de más faena en el campo en muchas zonas
del país.
Así que mientras las playas se llenan de veraneantes y el
campo recupera a aquellos que un día se fueron a la zona urbana a buscar
fortuna, cuando a los urbanitas les toca descansar, a los agricultores les toca
trabajar más que nunca en jornadas mucho más largas. Ya llegará el invierno,
cuando los días sean más cortos y las cosechas se hayan vendido. Entonces será
cuando los primeros rabien y los segundos disfruten, aunque siempre haya cosas
que hacer: matanza, reparaciones, recogida de algunos productos (maíz,
remolacha, almendras y frutos secos, oliva…).
Dicen que la crisis ha hecho que muchos ciudadanos busquen
la alternativa más barata de volver a sus raíces e ir al pueblo de vacaciones.
Algunos llevan haciéndolo toda la vida. Seguramente para ellos no hay mejor
cosa que dejar la ciudad y volver al pueblo a ‘respirar’. Otros, como digo, han
tenido que cambiar la playa o el viaje al extranjero por pasar unos días con
los abuelos o los primos del pueblo. Y seguro que no se aburrirán si les gusta
pasear o andar en bicicleta, bañarse en el río, charlar a la caída de la tarde
en el lugar de reunión habitual (en todos los pueblos hay uno. O más de uno) e
ir al baile. Porque aunque la fiesta de su pueblo sea una vez al año, en todas
las comarcas hay fiestas durante todo el verano. Un calendario de festejos que
enlaza un fin de semana con el siguiente.
Entre paseo y paseo, los veraneantes, y, entre riego y
riego, los jóvenes agricultores –o los que tienen espíritu joven-, acuden cada
fin de semana a un pueblo. Ya se conocen los nombres y los repertorios de las orquestas y, como
si fueran bandas de rock consagradas, las siguen allá donde vayan atraídos por
una fama que traspasa provincias. Aunque no bailen.
Los bailes son la tercera cosa que me llama la atención. Los
ayuntamientos pueden perdonar las obras pendientes, pero el dinero para fiestas
y para contratar orquestas es sagrado. Sin embargo, luego te encuentras a
legiones de personas que miran desde el extremo de la plaza, si acaso beben una
copa, pero que no bailan. Hacen corrillo a los más jóvenes, que amortizan los
compases de las orquestas y las discotecas móviles a saltos y a ritmo de cadera. O a los más marchosos,
que no pierden la oportunidad de marcarse un pasodoble o una rumba.
Al día siguiente, todos, los que miran y los que bailan, a madrugar,
para ir a misa (los que van), a la procesión, al vermú, al campeonato de mus, a
la chuletada… Cada pueblo tiene sus costumbres. En cada pueblo el programa es
diferente. Pero, de norte a sur, la fiesta es sagrada. ¡Y qué no falte!
Hace unos meses, hablamos de la iniciativa de las ovejas ‘cortacésped’ de Zaragoza. Al mismo tiempo que comían gratis, limpiaban de
maleza el Parque del Agua. El ayuntamiento se ahorraba un dinero y, además,
evitaba la propagación de incendios. En un verano en el que, por desgracia, los
incendios son más protagonistas que nunca de la actualidad informativa, las
autoridades deberían tomar nota. El origen del fuego puede estar en la chifladura
de un pirómano sin escrúpulos o en el despiste de un ciudadano descuidado, en
la sequía provocada por la escasez de lluvias y en la falta de medios contra
incendios. Y la clave para aplacar todos estos factores propiciadores está en la prevención. También, en un buen desbrozado de los montes, una labor de la
que, tradicionalmente, se ocupaban los pastores. O, mejor dicho, sus rebaños.
Esta semana tenía programado hablar de fiestas. Pero, como
muchas veces ocurre en periodismo, la actualidad, tozuda como es, te conduce
por otros derroteros y te obliga a cambiar de tema. Y, además, por uno
diametralmente opuesto al previsto: los incendios forestales. Por desgracia,
son el pan nuestro de cada verano, a veces magnificada su repercusión mediática
por la sequía informativa propia de estos meses.
Pero este año, desgraciadamente, por su número y dimensiones
se han colado por derecho propio en las páginas de los periódicos y en las
pantallas de nuestros televisores. Por citar sólo los más destacados, prendió
la mecha en marzo el de Fragas de Eume (Coruña) , que siguió por Rasquera
(Tarragona), Andilla (Valencia), Cortes de Pallás (Valencia), La Jonquera (Girona), Tenerife
y La Gomera. La
lista de siniestros es más larga, como aparece en la página de Greenpeace España, y sus consecuencias, devastadoras: una superficie quemada de más de 132.000 hectáreas,
que en algunos casos afectó a espacios protegidos y que ha provocado la muerte de ocho personas.
Muchas otras han salvado la vida, pero no su hacienda. Y a
todos se nos encoge el corazón cuando vemos a gente desesperada porque se ha
quedado sin casa y, en algunos casos, sin medio de trabajo. Pero, he de
confesarlo: llega un momento que la cantidad de información y de imágenes de
devastación es tan grande, es tal el bombardeo, que ya no prestas atención. Sin
embargo, esta misma semana, me paré a reflexionar y a ponerme en el pellejo de
los gomeros que se han visto en la calle, porque su vivienda se ha quedado reducida
a cenizas. Y me he acordado de seres queridos, personas cercanas, que se
quedaron absolutamente abatidas porque el fuego había consumido alguna
dependencia de su casa o su casa al completo. Y me he acordado de su
desconsuelo, de sus nervios y/o de su mirada perdida. La misma, o parecida, que
tienen los afectados de La
Gomera.
Pero no, no nos pongamos tristes. Hoy no se trata de hablar
de catástrofes, sino de dar soluciones, que pasan por perseguir a los pirómanos
y a los descuidados, por reforzar los medios humanos en la lucha contra
incendios, por disponer de más hidroaviones… Pero, sobre todo, por la
prevención. La falta de lluvias, de la que ya hemos hablado varias veces este
año, está detrás de los incendios. Pero la chispa no prende si no hay maleza.
Y, por lo que contaba una de las afectadas por los incendios, el entorno de las
casas de La Gomera
estaba ‘perdidito’ de ella.
Estos días hemos oído hablar mucho de la limpieza de los
montes. Algunos oyentes de Radio Nacional proponían contar con parados para
desbrozarlos y habilitar cortafuegos. Puede ser. Pero hay otras soluciones.
Seguro que algunos modernos las calificarían de ‘sostenibles’, como si hubieran
descubierto la pólvora, cuando en realidad son de toda la vida. Como la que
propuso otra oyente. La mujer, que curiosamente se disculpó por su ignorancia antes
de hablar, dio una lección de sabiduría popular. Nos recordó cómo en su pueblo,
en sus años mozos, los montes estaban limpios de maleza porque los pastores
acudían allí con sus rebaños y los lugareños iban a recoger la leña. Así se
mantenía el equilibrio natural, que hemos perdido porque también se ha perdido
el pastoreo. Porque ya no hay pastores suficientes. Y menos ganadería que habrá
si sigue convirtiéndose en un oficio en el que los gastos se ‘comen’ a los
ingresos. Igual que las llamas se ‘comen’ el monte.
Un círculo vicioso. No hay ganadería, no hay limpieza. No hay limpieza,
hay fuego. Hay fuego, no hay monte… ni riqueza, ni pastores, ni ganas de
quedarse… Y así difícilmente habrá pueblos y, mucho menos, fiestas de las que
hablar. Lo ven: al final todo conduce al mismo sitio. Pero, si queremos que
siga siendo así, necesitamos que el círculo no se cierre, se rompa y, sobre
todo, se limpie. Para poder celebrarlo y no llorar por el monte.
Bien entrado el mes de agosto, la campaña de cereales de
invierno toca a su fin. La mayoría de los agricultores de Castilla y León ya han
recogido sus cosechas, este año con el aliciente de verse recompensados con
unos precios elevados. La cara amarga de la campaña la pone la escasez de
lluvias, que amenaza el riego en algunas zonas de España y que, convertida en
pertinaz sequía, ha asolado las cosechas de Estados Unidos y del Este de
Europa.
Un campo de trigo en la provincia de Zamora.
En otoño, cuando tocaba la sementera, ya dedicamos un
artículo al trigo. Entonces ya informábamos de que la campaña comenzó mal, con
pocas lluvias, pero con mucho optimismo gracias al buen precio del cereal en
aquel momento: entre 34 y 40 pesetas por kilo. Unos nueve meses después, el
precio no sólo se ha mantenido, sino que incluso se ha disparado hasta las 42
pesetas… y subiendo.
Así que mientras el resto de los mortales se desespera con
un ojo puesto en la evolución de la prima de riesgo y otro en un probable
rescate de la economía española por parte de la Unión Europea a la vuelta de
las vacaciones de verano, los agricultores de la piel de toro se frotan las
manos. Así se demuestra una vez más que la economía va por un lado y el campo
por otro. Aunque en este caso sí siga una lógica: la de la oferta y demanda.
Porque algo tendrá que ver en la subida del precio del cereal la pertinaz sequía que sufren
los Estados Unidos y el este de Europa. En el primer caso ha diezmado las
cosechas de soja y maíz, elevando los precios de este último un 50%. En Rusia y
en Kazajistán, la falta de lluvias también ha ensombrecido las expectativas de
la cosecha de trigo. Y en India es un monzón lo que amenaza las campañas de
cereal.
Muchas veces los agricultores contratan a terceros la recogida del cereal.
El precio de una cosechadora es muy elevado para tener una propia.
España no es ajena a los problemas de escasez de agua, con
la amenaza de no podar regar cultivos en algunas zonas,
como es el caso de las cuencas del Pisuerga y el Bajo Duero. También la falta
de lluvias ha afectado a la cosecha de cereales de invierno en la comunidad
autónoma de Castilla y León, que ha descendido con respecto al año anterior.
Pese a este problema, la campaña de trigo parece estar a salvo en el tanta
veces llamado ‘granero’ de España. La región producirá un 37% de los 12,5
millones de toneladas de la cosecha nacional en 2012, según las previsiones de
la consejera de Agricultura y Ganadería castellano y leonesa. Silvia Clemente
se subió a una cosechadora, o al menos posó junto a ella para la foto, en Villanueva del Campo. En la localidad zamorana presentó, a mediados de julio ,
los datos de la campaña de cereales de invierno en la región. Entre otras cosas
informo de que, por primera vez en diez años, la cosecha de trigo superaba a la
cosecha de cebada.
Por las mismas fechas que la consejera, yo también me subí a
una cosechadora. Todo un espectáculo ver cómo, de una sola pasada, recoge el cereal y separa el grano del trigo. También, cómo el ordenador a bordo ayuda con
absoluta precisión a quien la conduce y calcula, gracias a un sistema de
sensores, las toneladas de cereal que va recogiendo. Normalmente, los
agricultores no disponen de cosechadora propia por su elevado precio: un mínimo
de 150.000 euros. Así que subcontratan esta tarea agrícola a terceros.
La cosechadora vierte en el remolque de un tractor el grano,
que previamente ha recogido y separado de la paja.
El cosechador trabaja a destajo, de sol a sol y parte de la
noche. Y lo hace desde junio hasta bien entrado
agosto. En las zonas de secano lleva un ritmo más rápido al
tener menos producción, que se ralentiza a una media aproximada de una hectárea por hora en las de regadió. Además de rapidez, ha ganado confort, con aire
acondicionado en una cabina cubierta. Una situación que hace olvidar los
rigores estivales que sufrían aquellos cosechadores que tenían que trabajar en
máquinas descubiertas, con el sol pegando de pleno sobre sus cabezas. Más
lejano en el tiempo queda el recuerdo de los agricultores que tenían que
recoger el trigo manualmente, para luego trillarlo con ayuda de ganadería
(bueyes, normalmente) y aventarlo en la era en pleno mes de agosto. ¡Imagínense
el calor!
No sé si, en ese caso, la consejera se habría apuntado a la cosecha.
A las familias de los agricultores no les quedaba otro remedio. Porque en los tiempos en los que la mecanización era ciencia ficción,
todos los de casa tenían que arrimar el hombro, desde los más pequeños a los más
grandes, normalmente el hombre en la trilla y la mujer aventando. Pero, como ya
digo, eran otros tiempos.