Los productores de lana promocionan el consumo de la fibra natural de la oveja, que pasó de ser el sustento de la economía peninsular en tiempos del Concejo de la Mesta, a ser un producto residual en nuestra industria. De hecho, sólo el 2% de las prendas vendidas en España en 2011 estaban hechas de lana.
El esquileo, cuadro del pintor burgalés Marceliano Santamaría. |
Hubo
un tiempo en el que el ganado ovino fue el sustento de la economía de la
Península Ibérica, y más en concreto de los Reinos de Castilla y León. Y no lo
fue por el consumo de carne de cordero, ya que a finales de la Edad Media
(siglo XIV) comían más carne de cerdo para alejar toda sospecha de judaísmo. Lo
fue por los altos precios que alcanzaba la lana y los gravámenes que había que
pagar por comerciar con ella. “Los impuestos de la Corona a los rebaños trashumantes
eran de tal envergadura, gracias al elevado precio de la lana, que los Reyes
Católicos llegaron a decir que la ganadería era la principal sustancia de estos
reinos”, explica el académico José Jerónimo Estévez en su estudio ‘El ganado ovino en la historia de España’.
En
algunos casos, tal era la fama de la fina lana castellana, que la exportaban a
Flandes e Inglaterra. Pero tampoco se quedaban atrás en el Reino de Aragón y en
Al-Andalus, donde también fomentaron la explotación del ganado ovino y de su
vellón. En el caso del territorio de la Península Ibérica ocupado por los
árabes, los paños de lana gozaban de merecido renombre. Desde su llegada, los
musulmanes beneficiaron la ganadería ovina. Primero porque el Corán les
prohibía consumir cerdo y, consiguientemente, la carne de cordero era una de
sus preferidas. En segundo lugar, porque con la invasión árabe llegaron pueblos
de gran tradición ganadera, como los bereberes que se establecieron en las
montañas del Sistema Central y en las comarcas próximas a Castilla La Nueva y
Extremadura.
Además,
la ganadería, y más concretamente la cría de la oveja y la cabra, preponderó
sobre la agricultura durante la Reconquista. Por una sencilla razón: porque es
más propicia para las poblaciones expuestas a rápidos desplazamientos, frente a
las explotaciones agrícolas, que necesitan de mayor estabilidad y de mayor
número de trabajadores para ocuparse de las labores del campo.
Así
que el de pastor era un oficio respetable y respetado, que contaba además con
muchos privilegios, como permitir que sus rebaños pastasen y abrevasen
libremente, cortar los árboles más pequeños para ramones (los ramojos que cortan los pastores para apacentar los ganados en tiempo de muchas
nieves o de rigurosa sequía), no pagar portazgo por la comida que
transportaban, no pagar el gravoso tributo de la sal, etcétera… Alfonso VIII ya
les había concedido algún privilegio, que luego amplió Alfonso X y los monarcas
posteriores, entre ellos, Isabel la Católica.
Imagen promocional de la Semana de la Lana a nivel internacional. |
Precisamente
el rey apodado El Sabio fue quien aglutinó todas las mestas castellanas y fundó
en 1273 el Honrado Concejo de la Mesta, una organización que si bien contaba
con importantes prebendas, también rindió grandes tributos a la monarquía
durante la Edad Media y, también, en épocas posteriores. Por ejemplo, de la
Mesta salió buena parte del dinero necesario para sufragar las guerras contra
Francia, Turquía, Inglaterra o Los Países Bajos, o un préstamo que necesito
Carlos I para sus gastos. Y así siguieron los ganaderos de ovejas apoyando
económicamente a los Austrias y los Borbones, hasta llegar a tiempos de
Fernando VII, ya en el siglo XIX.
Por
tanto, con todos estos privilegios y respeto por el oficio no es de extrañar
que, en el siglo XIV, llegara a haber 2 millones y medio de ovejas trashumantes
o, incluso en algunos años, a rebasar los 3 millones. Las ovejas no
trashumantes eran unas cuatro veces más, según el citado estudio de Estévez. Si
los cálculos no me fallan, habría entre 12,5 y 15 millones de cabezas. ¿Cuántas reses hay hoy en día en España? De acuerdo con las cifras de 2011,
17 millones de animales (diario La Razón).
No
parece que haya aumentado mucho la cabaña de ovino, al menos no en la
proporción que lo ha hecho la población española y que, por tanto, debería
haberlo hecho el consumo. De hecho, el número de cabezas de ovino ha descendido
progresivamente. Sólo cuatro años antes, en 2007, había más de 22 millones. Es
decir, que en cuatro años bajó la cabaña en cinco millones, a una media de más
de un millón por año.
Difícil
remontar estas cifras en caída libre. No parece que animen al ganadero ni los
bajos precios de la carne y la leche, que hacen que las explotaciones no resulten
rentables, ni su menor consumo, ni las dificultades para encontrar mano de obra
(pastores).
Robert Mitchum esquilando ovejas en 'Tres vidas errantes'. |
Y lo
peor del caso es que, de la oveja, se explota más la carne y la leche que la lana. Pese a
sus bondades, ser una fibra natural, biodegradable y que se adapta a la
temperatura del cuerpo, no parece convencer al consumidor español. Sólo un 2%
de las prendas que se consumen en España están hechas de lana, según informa
RTVE. Si en 2000, cada español consumía 700 gramos al año, en
2011 la cifra se quedaba en la mitad. Mermada como la lana cuando no la cuidas.
Para promocionar este producto natural hace apenas 15 días tuvo lugar la Semana de la Lana, que llenó de colorido con prendas tricotadas algunas calles del
centro de Madrid.
Detrás
de la iniciativa está el Príncipe Carlos, un hombre que puede tener sus
seguidores y sus detractores, pero que representa la elegancia británica. La
misma elegancia con que, desde siempre, he asociado la etiqueta del carnero
‘Pura Lana Virgen’ que aparecía en algunos abrigos. Y el mismo calor que daban
las mantas palentinas y zamoranas, las mantas de lana pura. Pero no se hagan
ilusiones, ya es muy difícil encontrarlas. Hace apenas diez años fui en busca
de una y me resultó casi imposible. Los ácaros del polvo proliferan en la lana
y, para evitar alergias y problemas, mejor erradicar el problema de raíz, me
argumentaban en tiendas especializadas.
Los
ácaros, la polilla, las fibras sintéticas… Aunque –la verdad- a veces pique un
poco, no dejemos que acaben con la lana. Con aquella lana a penachos de los
viejos colchones de pueblo. Con aquella lana, generosa, que esquilaba Robert
Mitchum en ‘Tres vidas errantes’ (Robert Zinnemann, 1960). Aquel vellón tan
apreciado en la Edad Media. ¿Qué nos ha pasado? ¿Nos hemos vuelto todos
alérgicos?
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