Estamos en plena Navidad, a las puertas de un nuevo año, y
qué mejor que un cuento para celebrarlo. Un cuento con mucho desenfado, aunque
no le falten guiños medioambientales (los efectos del cambio climático), históricos
(el éxodo rural) e incluso económicos (la burbuja inmobiliaria). Espero que os guste.
La Puerta del Sol siempre parece un escenario de postal, con
su sabor castizo, su barullo contenido y sus estridencias bajo control. Y cuando se
acerca el fin de año, los servicios públicos se afanan para que todo esté
impoluto y a punto para las campanadas. Nada puede fallar, especialmente en la
torre del reloj de la Casa de Correos. Parece que hasta sacan brillo a cada
piedra del edificio más observado del país, el centro de todas las miradas todos los
años por estas fechas de Navidad.
Pero aquel año un elemento vino a alterar el orden de la
plaza y, en definitiva, el de los españoles: una cigüeña había decidido colocar
su nido en la punta de la torre del reloj. Por supuesto, no lo hizo en un día.
Fue una labor silenciosa de semanas y, cuando se quisieron dar cuenta las
autoridades, el nido estaba allí plantado, más chulo que el chotis. Les estaba ocasionando un verdadero problema. Si lo quitaban, se les echarían encima los
ecologistas. Si lo dejaban, el nido estropearía las campanadas de fin de año,
¿o no?
Mientras, en la punta de la torre, la cigüeña observaba el bullir de la plaza. Lo hacía tranquila y orgullosa, porque su nido en lo más alto
era la culminación de un viaje que había iniciado semanas atrás, cuando partió
de Villaveza del Agua, provincia de Zamora, hacia el sur, en busca de un clima
más benigno para pasar el invierno. Lo cierto es que ella y las de su especie
llevaban décadas sin emigrar a África, ¿para qué? Los fríos que pelaban ya
habían pasado a la historia.
Nuestra cigüeña se había cansado de la molicie de su raza.
Miles de zancudas vivían acomodadas en sus nidos, colocados de dos en dos e,
incluso, de tres en tres, en un poste sí y otro también de los tendidos de la
luz. Ella quería ser distinta, volar lejos, emigrar como habían hecho sus
antepasados. Guiada por su imaginación y, por qué no decirlo, por sus ansias de
grandeza, había pensado en volar al norte, a Asturias. Allí hubiera sido un ser
admirado, distinto, porque la cigüeña blanca que tanto abundaba en Castilla y
León, en el Principado era una ‘rara avis’. Pero cruzar el Puerto de Pajares
era un desafío abrumador para afrontarlo en solitario. Lo intentaría más
adelante, cuando encontrase una pareja más valiente y tan ambiciosa como ella.
Así que tiró hacia el sur. A Madrid. A su llegada a la
capital, se encontró con cuatro edificios imponentes y había pensado en
quedarse en lo alto de alguno de ellos. Sin embargo pensó que, a 249 metros del suelo, el
aire resultaría bastante irrespirable y el esfuerzo de construir su nido, palito
a palito, demasiado costoso. ¡Para Florentino, si los quería! A ella,
personalmente, las alturas le daban vértigo. Así que siguió volando. Y llegó a
la Puerta del Sol. Y exploró los alrededores. Y le dio vueltas a la cabeza y
castañeteó el pico… Era el lugar perfecto: no demasiado lejos del Parque del
Retiro, donde ir a proveerse de palos y hojas para el nido, ni del río
Manzanares, para ir a bañarse y abrevar. Además viviría rodeada de gente, de
público, de glamour… ¡lo que siempre había deseado!
Y allí empezó su nueva vida, en la punta de la torre del
reloj. Y encontró a su pareja ideal, un chulapo venido de la Sierra. Y juntos
hicieron su nido y esperaron a sus polluelos, rodeados del bullicio.
El primer año causaron sensación. Notaron como unos hombres
trajeados y repeinados les observaban como diciendo “¿Y ahora qué hacemos con
vosotros?”. Después de mucho cavilar, de mesarse los cabellos buscando una
solución, finalmente los dejaron allí, plantados en lo alto. Y pasó un año, y
otro, y otro más… Se convirtieron en la atracción de la plaza, un elemento
imprescindible. Incluso hicieron souvenirs con su foto: magnetos, peluches,
posavasos…
Hasta que un día se dieron cuenta de que estaban cansados de
tragar humos, del estrés de la vida cotidiana, de luchar por los palitos para
su nido y de competir por las migajas de pan con pardales y palomas. En el
fondo, ellos no estaban hechos para eso. Y jubilarse y retirarse a un lugar
tranquilo, de provincias, se convirtió en su objetivo, su sueño dorado.
Así que un día emprendieron el vuelo hacia el norte, de
vuelta a Villaveza del Agua. O a Barcial del Barco. O a Granja de Moreruela, donde hay un monasterio en ruinas muy acogedor. Y allí acabaron sus días, viviendo
en un poste en el tendido que discurre paralelo a la Carretera de Zamora,
rodeados de los suyos, sin tener que competir por la broza para el nido porque
aquello está lleno de chopos. Y gozaron de un clima bastante llevadero y
de una vida bastante discreta, alejados de los focos y de la fama. Y colorín
colorado, este cuento se ha acabado. FIN