sábado, 21 de julio de 2012

Melocotón en almíbar



Ya hablamos de la conveniencia de consumir frutas de temporada que se producen en nuestro entorno próximo. Es una forma de propiciar la riqueza local, garantizar la  calidad de los productos, evitar consumos innecesarios de combustible para su transporte y, al ser cercanos y resultar más baratos, ahorrar unos eurillos en la cesta de la compra. Lo hicimos en octubre, un mes en el que por supuesto hay frutas y verduras de temporada -porque haberlas siempre las hay-, pero no en la cantidad y con la variedad en que se dan en este momento.

Porque el verano es un no parar, tanto para el consumidor, al que no le llega el día para consumir tantas frutas distintas, como para el hortelano, que no para de recoger. De abril a octubre, encadena una retahíla imparable de fresas, cerezas, albaricoques, melocotones, nectarinas, melones, sandías, ciruelas, brevas, higos, peras, manzanas hasta llegar a las uvas. Hay años mejores, en que todos los árboles y plantas le dan y le dan mucho; y años peores, en que alguna de las cosechas se malogra. Pero mal le tiene que ir la cosa para que alguna de las variedades no dé fruto. Y les aseguro que cuando llega, llega en aluvión y de repente. Así que no le queda otra que recogerlo, porque una tormenta o una helada a destiempo puede acabar con todo.


Los melocotones se pueden escaldar
durante unos minutos para pelarlos mejor.
Una vez cosechada, surge el problema de qué hacer con tanta fruta. No es nuevo. Desde antiguo, la humanidad ya ideó medidas de conservación, sobre todo para guardar alimentos para los meses en los que no hay tanta abundancia. He leído que los griegos descubrieron que recubriendo las frutas y algunas verduras con cera virgen se conservaban mejor. Con el mismo fin también añadían miel a frutas frescas, que cocían y depositaban en odres impermeabilizados con resinas.

Pero la gran revolución llegó con el invento de un confitero francés de finales del siglo XVIII y primeros del XIX, Nicolás Appert, que descubre que introduciendo los alimentos en el interior de un recipiente cerrado e hirviéndolos, se mantenían durante largos períodos de tiempo. Y es el método que, a grandes rasgos, hemos seguido muchas personas para elaborar conservas y dar salida a la cosecha, en nuestro caso, de melocotón.

También siguen este sistema otras muchas que expresamente compran fruta para elaborar su mermelada casera. A veces lo hacen por gusto y afición. De hecho, si buscan en el supermercado, como me pasó a mí, encontrarán mermeladas por el mismo precio de un tarro vacío de idéntico tamaño: algo más de 65 céntimos de euro. En fin, no sé si merece la pena el trabajo de limpiar y esterilizar los botes, pelar la fruta, tenerla al fuego durante varias horas, embotarla y poner al baño María. Y si encima tienen que comprar el material… Pero lo cierto es que sabrán lo que se llevan a la boca y aunque se gasten dinero, se ‘ahorrarán’ en conservantes E-…, que por muy autorizados que estén, cuantos menos, mejor.


Deshuesando, pelando y metiendo la fruta
en el bote. Luego se echa el almíbar.
Aparte de hacer mermelada, otra de las opciones es hacer melocotón en almíbar, elaborado con agua, azúcar y limón. Precisamente este cítrico se utiliza como conservante natural en las conservas caseras. Es, por tanto, imprescindible antes de ponernos manos a la obra. También azúcar. Aunque algunos recetarios indican una proporción mayor de edulcorante, yo bajaría la dosis para que no resulte tan dulce: de uno a cuatro, es decir, un kilo de azúcar por cada cuatro de melocotón. ¡Pero eso va en gustos!

Nosotros lo que sí hacemos es hervir las piezas de fruta durante 4 o 5 minutos para quitarles la piel mejor. Después de esta operación y de cortarlas en trozos, algunos libros de cocina sugieren que se dejen macerar con el azúcar durante varias horas. Evidentemente, cuanto más tiempo dure este proceso, menor tiempo de cocción necesitarán. Uno de los trucos es introducir varias pepitas de melocotón en la mezcla, que luego se quitarán para no llevarse sustos y evitar  visitas al dentista. También hay que tener cuidado de que no se pegue. Luego, sólo queda meter en botes y cocer al baño María. Cuenta la leyenda -y la Wikipedia- que su nombre se debe a su inventora, María la Judía, una afamada alquimista del siglo III que, con este método, intentó imitar las condiciones de la naturaleza para calentar lentamente mezclas de varias sustancias.

‘Voilá’. Ya tenemos mermelada para desayunar todo el año y melocotones en almíbar de postre. ¿Pensaban ustedes que el verano de algunos hombres del campo era pasarse de sol a sol regando y cosechando? Entre riego y riego, puede aprovechar el tiempo -y los excedentes de su cosecha- preparándose para el invierno. ¿No les suena a la fábula de la cigarra y la hormiga? 

viernes, 13 de julio de 2012

La vida en una granja de cerdos



El cerdo es un animal con connotaciones negativas: sucio, maloliente, siempre a rastras… Sin embargo, a los buenos comedores nos gusta todo del cerdo. Aunque suene a tópico, hasta los andares. Del jamón a la oreja, no hay nada desaprovechable, pese a que el médico nos limite su consumo. ¡Maldito colesterol!

Esta semana tuve la oportunidad de visitar una granja de madres. De ella no salen los gorrinos camino del matadero, sino pequeños lechones que, posteriormente, pasarán a otras granjas donde los criarán y engordarán para su consumo. Antes de entrar ya percibes el aroma que caracteriza a estos animales y que hace que, por el bien público, normalmente los criaderos estén alejados de los núcleos de población. Pero el propietario ya nos lo advirtió, «prohibido quejarse del mal olor», cansado del sambenito que acompaña a estos centros de producción ganadera. Es cierto, no nos engañemos: huelen mal. Pero no son los únicos. Aparte de algunos humanos, se me ocurren varios lugares de pestilente reputación. Sólo tres ejemplos: una planta de celulosa, una fábrica de antibióticos o alguna industria química. Sin embargo, aunque hay personas a las que les resulta insoportable trabajar o tan sólo visitar una granja, yo noté que cuando llevas un rato, ya casi ni percibes el olor.

El lazareto donde pasan la cuarentena.
 Lo primero que vimos fueron los lazaretos donde llegan las cerdas y permanecen en cuarentena. En el caso de la granja que yo visité, un par de meses. Este espacio transitorio permite que vayan haciéndose a su nueva casa y evita que introduzcan enfermedades del exterior.  Allí viven, en grupos. Y cada grupo ocupa un espacio separado, donde cuentan con su abrevadero, que se acciona con sólo apretarlo con el hocico, y comederos. Porque este espacio, como ocurre con el resto de la granja, está totalmente automatizado. Y la cantidad de alimento que reciben, perfectamente controlada y medida.


Todo está automatizado y perfectamente medido.
Cuando superan la cuarentena, pasan, sucesivamente, por las salas de inseminación, gestación y partos. Hoy en día las cerdas ya no permanecen estabuladas en un espacio estanco, probablemente la imagen que tenemos la mayoría de nosotros. La normativa europea de bienestar animal exige colocarlas en corrales comunes, que a su vez cuentan con espacios individuales donde las cerdas comen separadas del resto.


En estas granjas, las cerdas son inseminadas artificialmente, evidentemente con un semen selecto y con garantía de calidad. ¡Con los futuros jamones no se juega! Entonces habrá que esperar 3 meses, 3 semanas y 3 días, tiempo que dura la gestación de una cerda, hasta que nazcan los lechones. En ese momento pasan a la sala de partos, con espacios para cada hembra y su camada. Allí están separadas de los lechones por un mecanismo metálico que evita que los aplaste, pero que permite que puedan mamar. Aún así, alguno no encuentra hueco, pierde alguna toma y no consigue crecer como el resto. Eso hace que los demás, más grandes, se le adelanten. Ya se sabe, se impone la ley del más fuerte, hasta el punto de que doblan en tamaño a ese débil cochinillo de futuro incierto.


Un mecanismo protege a los cerdos, al
mismo tiempo que les permite mamar.
En la granja todo se mide por tres. A las tres semanas, los lechones pasan a otro habitáculo, la lechonera, ya sin mamá. Y pasadas otras tres, a otro… Y al final a la granja donde, como decíamos, engordarán hasta convertirse en futuros jamones, chorizos, chuletas y carne de cocido. Suena a manjar, pero también resulta triste para ellos y para el que los ve: pequeñitos, asustadizos, gregarios y simpáticos. Pero parece el destino cruel, pero apañado, de este animal, por mucho que Babe, el cerdito valiente se empeñe en convertirse en perro para evitarlo, o la coqueta cerdita Peggy trate de convencernos de que su objetivo en la vida es convertirse en una ‘superstar’. 
 
¿A que son simpáticos?
 

viernes, 6 de julio de 2012

Tierra de Campos: Del verde al amarillo



El verde. Imagen tomada en primavera cerca de las Lagunas
de Villafáfila, en la Tierra de Campos zamorana

Hagamos un juego. Cierren los ojos y piensen en Tierra de Campos. ¿Qué color ven? Muchas personas seguro que piensan en amarillo; un amarillo seco, pajizo, incluso polvoriento. En hectáreas y hectáreas de tierras sembradas de cereal, en mares aburridos de trigo que -muchas veces no nos paramos a pensar- darán su fruto en un goteo constante a lo largo de las próximas semanas y nos ‘regalarán’ rico pan, bizcochos, sobaos, bollos… y no quiero seguir porque se me hace la boca agua.

Durante mucho tiempo, yo también tenía esa imagen de anodina meseta, festoneada por barbechos y aderezada por algún palomar aquí y allá. Pero la desterré de mi mente hace ya muchos años, un día que pasé por Sahagún y me di cuenta de que el trigo era… ¡¡verde!! Un verde brillante y húmedo que hacía juego con el azul azulón del cielo y las amapolas. Cierren los ojos de nuevo, ¿a qué se lo imaginan? ¿Y a qué apetece? Es el dibujo naif de un campo bajo un sol radiante que tantas veces dibujamos siendo niños.

Un día hablando con mi amiga Carmen, que es de Burgos pero reside en Asturias, me dijo que le gustaba ese paisaje que se encontraba camino de casa. De la casa de sus padres. Y si no recuerdo mal, me comentó que le relajaba, que le gustaban los montes de Asturias, tan verdes, tan altos y tan escarpados, pero que a veces la meseta castellana le sosegaba después de semanas de vivir entre paisaje abrupto.

Algo parecido les debió pasar a algunos escritores españoles de la Generación del 98 y generaciones posteriores, que cantaron a Castilla como esencia de lo español. Cuando de niña estudiaba en el colegio a Azorín y Antonio Machado, me llamaba la atención que les sorprendiera e, incluso, que ensalzaran un paisaje que tantas veces había visto sin inmutarme. Quizás, como a Carmen, a los escritores también les sosegaba.


El amarillo. Cerca de allí, en Villafáfila pueblo, los campos teñidos
de amarillo hace apenas una semana, a finales de junio.

Este año se cumple el primer siglo de Campos de Castilla, el poemario de Machado que constituye una de sus obras cumbres, sino la que más. Una colección de versos que a todos nos resultan familiares y que ha llevado a muchas personas a aficionarse a la poesía. Porque A un olmo seco, Proverbios y cantares o La saeta, tres de los poemas más conocidos del libro, son, para muchos, una puerta accesible a la poesía. ¿Quién no entiende cuando nos hablan de colinas plateadas, álamos dorados, tardes tranquilas, montes de violeta, yermo castellano, sombrías huertas…? Pues si le llegan estos versos, seguro que también comprenderá la belleza del paisaje castellano. Porque es así: simple, directa y llana.

He oído que Machado publicó el libro a finales del mes de junio, por San Pedro (29 de junio), cuando por lo general recogen el trigo en las tierras de secano, al menos en Castilla y León. Su esposa, su amada Leonor, enferma como el olmo viejo, casi no llega a la recogida en las de regadío, aproximadamente por Santiago (25 de julio). Falleció el 1 de agosto. Y el corazón de Machado se quedó esperando «hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera».

Su vida siguió, en su caso quizá mutilada, como lo hizo el ciclo del campo. Trilla, arado, siembra y vuelta a empezar. Al verde. Y perdónenme la poesía, pero, de vez en cuando, no está de más un poco de sosiego.