domingo, 15 de enero de 2012

A la tercera fue la matanza

Preparando la máquina para embutir los chorizos.

Llega el frío y con él la matanza. En el pasado, no había hogar que se preciase, rico o modesto, que dejara de hacerla. Pero hoy son muchos los que, de jóvenes y niños, no tuvieron la oportunidad de asistir a este rito ancestral. Y entre ellos, me cuento yo. Un año, mis abuelos la aplazaron hasta fechas navideñas para que sus nietos asistiéramos al evento. Pero resulta que cuando llegó el momento, ninguno estaba en la casa. Supongo que habían puesto pies en polvorosa al presentir que se acercaba un hecho cruel o que habían encontrado algo mejor que hacer. Yo no había nacido o era demasiado pequeña para recordar nada.    
    
Fresco correspondiente al mes de
noviembre en San Isidoro de León.
Así que con veintitantos años decidí conocer la tradición y asistir al rito público de la matanza que celebraban en León, coincidiendo con la fiesta de San Martín. Cuando mi amiga Susana y yo nos acercábamos a la plaza donde tenía lugar, comenzamos a oír al cochino gritar como un poseso, con ese chillido penetrante que se te clava en la sien y no se te olvida en la vida. Mi amiga propuso irnos de allí, presintiendo que no iba a soportarlo. Y yo no me pude negar.





Hace dos años se acercaba, por fin, mi primera matanza. Lo cierto es que sentía curiosidad, que algunas personas alimentaron y otras me aguaron. Supongo que tendría que ver los recuerdos con que la asociaban: unos con momentos felices, de reunión de la familia; otros, con la muerte de un animal, con el trabajo impenitente en pocos días y con la manipulación de carne cruda. No recuerdo quién, pero alguien me dijo “igual no comes más chorizo en tu vida después de ver cómo se hace”. Porque, al fin y al cabo, no deja de ser carne cruda, eso sí, curada. Cuando llegué, el cerdo ya estaba muerto y colgado boca abajo esperando su despiece. Pensaron que la chica de ciudad no habría resistido la escena del cerdo gritando y tratando de huir de su muerte anunciada.

Los chorizos ya están casi a punto.
 La tradición manda colocar al gocho sobre un banco para matarle, después de atontarle con una descarga eléctrica para que no sufra tanto. En este caso, lo manda la caridad humana y la normativa legal. En muchos lugares le sacan la sangre para hacer morcillas.  Después se queman las cerdas de la piel, se sacan las tripas, se limpian y se deja reposar durante al menos un día. Pasado este tiempo, se despieza. Se separa la grasa, con la que se hace la manteca y también se utiliza para hacer jabón, y las difeentes partes: lomos, chuletas, jamones, chichas para chorizo y salchichón…
     
Aunque el objetivo es el mismo, matar al cerdo para tener carne para el gasto del año, los procedimientos varían de unos lugares a otros. Uno de los más curiosos es el de Candelario (Salamanca), un pueblo en el que la riqueza giraba en torno a la industria chacinera. Aprovechando las primeras luces de la mañana, el matarife, protegido por la batipuerta de la casa, sacrificaba al cerdo en la calle. Unos pequeños canales a los lados servían para evacuar la sangre. Dicen que a Miguel de Unamuno, de visita en el lugar, el agua teñida de rojo que corría calle abajo le evocó las calles de Chicago en sus años más sangrientos.

Una casa de Candelario con la tradicional batipuerta.
La misma batipuerta, colocada a la entrada de la casa y que servía de burladero al matarife, evitaba también la entrada de animales, atraídos por el olor de las chacinas. Un inquieto perrito no dejó otro remedio a una moza, cansada de que no parase quieto, de atarlo con lo que tenía más a mano: una ristra de longanizas. Y así surgió la famosa frase de que ‘Aquí atan los perros con longaniza’, que expresa la riqueza de un lugar, casi su opulencia. Y en Candelario debió de ser mucha. Entre los siglos XVIII y XIX, momento de su máximo esplendor, llegó a haber  más de un centenar de casas chacineras. Hoy sólo queda una. Tenían un doble uso, como vivienda y como fábrica de embutidos. Una vez elaborados en la parte baja, los chicos de servicio los subían en banastas hasta la buhardilla. Allí se curaban con la ayuda del humo que ascendía por el edificio y que no dejaban escapar. Por eso, en este pueblo no existen las chimeneas. Si el bando municipal anunciaba lluvias, los chacineros avivaban la lumbre para evitar la aparición de moho, aquí llamado remelo, y cerraban las ventanas. Si, por el contrario, el ambiente era seco, tocaba abrirlas para que entrase el frío necesario para una adecuada curación. La planta intermedia estaba destinada a vivienda de los amos y dormitorio de los sirvientes, procedentes de poblaciones cercanas para trabajar en los meses de máximo ajetreo, entre primeros de noviembre y el 2 de febrero (las Candelas, fiesta que da nombre a la localidad).

Un letrero en la pared nos recuerda las proporciones.
Los cerdos no se criaban en la sierra de Béjar, sino que los compraban en Extremadura. Para hacer los embutidos, los chacineros mezclaban la carne del puerco con la del vacuno, con una proporción de seis a uno. En esta zona del norte de Zamora, los hacemos sólo de cerdo. Y hablo en plural porque, no he visto matar al cerdo, pero chorizos sí he hecho. En los días posteriores al despiece, se pica la carne. Para hacer los salchichones, nosotros la mezclamos con un preparado con propiedades conservantes. Para el chorizo, con ajo bien picado, sal, orégano y pimentón, y lo revolvemos todo con agua para que la masa sea más fácil de trabajar. Se deja reposar otro día y luego se embuten. Unos utilizan las tripas del propio cerdo y otros las compran. En cualquier caso, hay que limpiarlas concienzudamente. Aún así, el olor es fuerte, característico y desagradable. Se colocan en la boca de la máquina y se atan con un cordón. Mientras uno mete el picadillo y da vueltas a la manivela, el otro controla que entre a la tripa con la consistencia adecuada, pinchándola constantemente. Una vez hechos, se atan los extremos que quedaron abiertos. 


Empieza el proceso de curación.
Supongo que habrá más recetas, tantas como matanzas se hacen, pero ésta es la nuestra. Un letrero en la pared nos recuerda la proporción que hay que echar de sal y pimentón, para que no se nos olvide cuando nuestros mayores no estén. En muchos lugares temen que la tradición desaparezca, pero yo creo que no. Quizá no se engorde el cerdo durante meses, ni siquiera se adquiera entero los días previos a la matanza. Aunque sea comprando la carne, como ya hacen algunos, la matanza seguirá viva. Porque, ¿puede haber algo más placentero para los sentidos que un buen chorizo casero? Cuando lo pruebas, te olvidas del colesterol, del ajetreo de la matanza y de los kilos de más. Entonces, la muerte del animal nos parece un poco menos cruel.

1 comentario:

misperendengues dijo...

Qué gracia Marta. Soy Elena Plaza. Ya te sigo. Candelario es un pueblo precioso. Cómo lo llevas?