viernes, 6 de julio de 2012

Tierra de Campos: Del verde al amarillo



El verde. Imagen tomada en primavera cerca de las Lagunas
de Villafáfila, en la Tierra de Campos zamorana

Hagamos un juego. Cierren los ojos y piensen en Tierra de Campos. ¿Qué color ven? Muchas personas seguro que piensan en amarillo; un amarillo seco, pajizo, incluso polvoriento. En hectáreas y hectáreas de tierras sembradas de cereal, en mares aburridos de trigo que -muchas veces no nos paramos a pensar- darán su fruto en un goteo constante a lo largo de las próximas semanas y nos ‘regalarán’ rico pan, bizcochos, sobaos, bollos… y no quiero seguir porque se me hace la boca agua.

Durante mucho tiempo, yo también tenía esa imagen de anodina meseta, festoneada por barbechos y aderezada por algún palomar aquí y allá. Pero la desterré de mi mente hace ya muchos años, un día que pasé por Sahagún y me di cuenta de que el trigo era… ¡¡verde!! Un verde brillante y húmedo que hacía juego con el azul azulón del cielo y las amapolas. Cierren los ojos de nuevo, ¿a qué se lo imaginan? ¿Y a qué apetece? Es el dibujo naif de un campo bajo un sol radiante que tantas veces dibujamos siendo niños.

Un día hablando con mi amiga Carmen, que es de Burgos pero reside en Asturias, me dijo que le gustaba ese paisaje que se encontraba camino de casa. De la casa de sus padres. Y si no recuerdo mal, me comentó que le relajaba, que le gustaban los montes de Asturias, tan verdes, tan altos y tan escarpados, pero que a veces la meseta castellana le sosegaba después de semanas de vivir entre paisaje abrupto.

Algo parecido les debió pasar a algunos escritores españoles de la Generación del 98 y generaciones posteriores, que cantaron a Castilla como esencia de lo español. Cuando de niña estudiaba en el colegio a Azorín y Antonio Machado, me llamaba la atención que les sorprendiera e, incluso, que ensalzaran un paisaje que tantas veces había visto sin inmutarme. Quizás, como a Carmen, a los escritores también les sosegaba.


El amarillo. Cerca de allí, en Villafáfila pueblo, los campos teñidos
de amarillo hace apenas una semana, a finales de junio.

Este año se cumple el primer siglo de Campos de Castilla, el poemario de Machado que constituye una de sus obras cumbres, sino la que más. Una colección de versos que a todos nos resultan familiares y que ha llevado a muchas personas a aficionarse a la poesía. Porque A un olmo seco, Proverbios y cantares o La saeta, tres de los poemas más conocidos del libro, son, para muchos, una puerta accesible a la poesía. ¿Quién no entiende cuando nos hablan de colinas plateadas, álamos dorados, tardes tranquilas, montes de violeta, yermo castellano, sombrías huertas…? Pues si le llegan estos versos, seguro que también comprenderá la belleza del paisaje castellano. Porque es así: simple, directa y llana.

He oído que Machado publicó el libro a finales del mes de junio, por San Pedro (29 de junio), cuando por lo general recogen el trigo en las tierras de secano, al menos en Castilla y León. Su esposa, su amada Leonor, enferma como el olmo viejo, casi no llega a la recogida en las de regadío, aproximadamente por Santiago (25 de julio). Falleció el 1 de agosto. Y el corazón de Machado se quedó esperando «hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera».

Su vida siguió, en su caso quizá mutilada, como lo hizo el ciclo del campo. Trilla, arado, siembra y vuelta a empezar. Al verde. Y perdónenme la poesía, pero, de vez en cuando, no está de más un poco de sosiego.

2 comentarios:

Luis dijo...

Muy bonito y sosegante, Marta. Como colofón (parafraseando a Jesús Calleja): ¡Castilla y León es POESÍA!

Begoña dijo...

A mi me pasa como a Carmen, después de un tiempo de ver mucha montaña, es un placer poder extender la vista sin límites.